D. B. COOPER

EL GRAN SALTO
La leyenda de D. B. Cooper

En Ariel, un pequeño pueblo del Estado de Washington situado entre pinares y ríos embravecidos, no sólo se comió pavo el pasado jueves como obliga el rito del Día de Acción de Gracias. En este lugar y en estas fechas es tradición brindar en la taberna del pueblo a la salud de un hombre que quizá aún esté vivo o quizá ya esté muerto, pero que, al margen de su propia suerte, se instaló en la leyenda en 1971 para jamás abandonarla.

En Ariel quieren creer que D. B. Cooper, el misterioso pasajero que el 24 de noviembre de aquel año secuestró un avión en Portland (Oregón), pidió un rescate de 200.000 dólares y se esfumó sin dejar rastro tras saltar en paracaídas con el botín sobre el Estado de Washington, sigue vivo. Nunca se encontró su cadáver. Tampoco el dinero. Ni el paracaídas. Por eso, cada año, decenas de admiradores de este personaje misterioso peregrinan a la Taberna de Ariel a celebrar su hazaña durante los llamados días de D. B. Cooper. Es el único caso sin resolver de la historia de los secuestros aéreos. Y uno de los crímenes más célebres y celebrados de Estados Unidos.

D. B. Cooper ha tenido cientos de aspirantes a interpretarle en la vida real. Pero a los más de mil sospechosos que han pasado por el tamiz del FBI se ha unido este año, de la mano del detective neoyorquino Skipp Porteous, de la agencia Sherlock Investigations, un nuevo nombre: Kenny Christiansen. Amante del bourbon con soda, ex militar, ex paracaidista, ex azafato de vuelo y vecino del Estado de Washington hasta su muerte en 1994, Kenny Christiansen es, según su hermano Lyle Christiansen, D. B. Cooper, el hombre atento y reservado que secuestró un Boeing 727 luciendo una madreperla en el ojal de su elegante traje negro.

Para entender la complejidad del caso hay que viajar en el tiempo y regresar a aquel 24 de noviembre de 1971. Un hombre de mediana edad, alto, frente ancha, orejas de soplillo, abrigo y corbata negros y traje impecable compra un billete en Portland bajo el nombre de Dan Cooper -un error periodístico le añadiría una B al nombre unas horas después, cincelándolo así en la historia- . Va a tomar el vuelo 305 de Northwest Orient Airlines con destino a Seattle. Se sienta en la última fila de aquel avión en el que viajan 36 pasajeros y seis tripulantes y pide un bourbon con soda. Al despegar le entrega a la azafata una nota. Florence Schaffner, de 23 años, se la guarda en el bolsillo sin prestar atención: según contó más tarde, los pasajeros le hacían proposiciones sexuales constantemente, así que pensó que ésta sería una más. Pero Cooper reacciona de inmediato: "Señorita, mire la nota. Tengo una bomba". En el papel, el hombre de la madreperla en el ojal le informa de que está secuestrando el avión, le indica que lleva una bomba en el maletín y le pide que se siente a su lado para recibir instrucciones. "Quiero que, cuando aterricemos en Seattle, me entreguen 200.000 dólares. También quiero cuatro paracaídas.

Recarguen combustible en cuanto aterricemos y no hagan tonterías o hago explotar esto". Mientras la azafata se acerca hasta la cabina para informar al piloto de la situación, D. B. Cooper esconde su rostro tras unas gafas oscuras que utilizará hasta saltar del avión.

"Los otros pasajeros apenas le recuerdan, porque el piloto nunca les comunicó que el avión había sido secuestrado. Se les dijo que había problemas mecánicos y que por eso iban a tardar más en aterrizar. De ahí que la identificación siempre haya sido difícil", explica a EL PAÍS Skipp Porteous en entrevista telefónica. El retrato robot que se hizo de Cooper se apoyaba sobre todo en las declaraciones de la azafata Schaffner. "Y ella ha dicho que la foto de Kenny Christiansen es la que más se parece al secuestrador de todas las que le han enseñado a lo largo de los años", relata orgulloso. "Pero el FBI no se ha preocupado de buscar a las otras azafatas para mostrársela. Ésa es una de las cosas que aún tengo que hacer", continúa.
Aquella noche de lluvia, D. B Cooper saboreó tranquilamente su bourbon mientras esperaba el aterrizaje con aire de perfecto caballero. Cuando finalmente el avión llegó a Seattle, los pasajeros desembarcaron sin el menor rasguño y ajenos a la realidad del secuestro. D. B. Cooper no se inmutó. Esperó a que le entregaran los 200.000 dólares en billetes de 20 y los paracaídas. Negoció la salida de dos azafatas y se quedó con una tercera, Tina Mucklow, la que hoy busca Porteous. Hecha la transacción, ordenó al piloto que se dirigiera hacia Reno (Nevada). Le dio órdenes concretas respecto a qué altura volar, a qué velocidad y cómo colocar las alas del avión, y le especificó que no sellaran la puerta de atrás. El Boeing 727 era el único modelo con unas escalerillas que permitían utilizar esa puerta para saltar y, evidentemente, el secuestrador conocía esos detalles. D. B. Cooper repartió los cinco kilos que pesaba el dinero por todo su cuerpo, invitó a la azafata a encerrarse en la cabina con el piloto y se quedó solo.

Nadie sabe lo que pensó en aquel momento, cuando abrió la puerta del avión y se enfrentó al frío y a la fuerte tormenta que arreciaba fuera. A sus pies, a más de 3.000 metros de distancia, el Estado de Washington y sus montañas escarpadas, sus glaciares y sus bosques infestados de osos esperaban para devorarle. O quizá no. Ése es el misterio.

"D. B. Cooper era mi hermano Kenny y sí sobrevivió". Lyle Christiansen contactó en febrero los servicios de la agencia de Porteous para que le hiciera llegar a la escritora, directora de cine y guionista Nora Ephron la carta en la que detallaba cómo había llegado a la conclusión de que su hermano era el secuestrador desaparecido y en la que le proponía que escribiera el guión para una película. Porteous entregó la carta, que Ephron ninguneó y, al no obtener respuesta, Christiansen insistió. Su tenacidad provocó la curiosidad de este peculiar detective, que iba para cura y cambió los hábitos por investigar lo mundano. "Cuando le empecé a pedir datos y a contrastarlos, entendí que estaba ante el caso más importante de mi vida. Hay demasiadas coincidencias", confiesa Porteous, quien, tras tres décadas de profesión, aún aspira a los 15 minutos de fama de que hablaba Andy Warhol.

"Kenny Christiansen se compró una casa en Bonney Lake, en el Estado de Washington, apenas un año después del secuestro con dinero en metálico. Trabajó como mecánico y como jefe de cabina para la compañía Northwest Airline, lo que explicaría su conocimiento del avión secuestrado. Sin embargo, cubría rutas de larga distancia, lo que explicaría que aquella tripulación no le conociera. Y lo más importante, había sido paracaidista en el Ejército e incluso había hecho paracaidismo de riesgo para sacarse dinero extra".

Esto fue lo que le dijo Lyle Christiansen a Porteous cuando comenzó a describir a su hermano, un tipo "diferente, solitario y reservado, fascinado con el recuerdo infantil de fajos de billetes de 20 dólares", al que apenas se le conocían amigos y que jamás se casó. Pero, además, en su lecho de muerte, Kenny quiso hacerle una confesión a Lyle: "Hay algo que deberías saber, pero no te lo puedo decir". La realidad es que Kenny Christiansen era homosexual, algo que nunca comunicó oficialmente a su hermano. "Quizá fuera eso lo que le quiso decir, ya que vivieron una época en que no era fácil salir del armario. Pero quizá su secreto fuera otro...", sugiere Porteous, quien también cuenta que Kenny le legó su casa a uno de sus compañeros sentimentales.

El misterio que ha rodeado la identidad de D. B. Cooper y que pesa sobre el FBI desde hace 36 años ha alimentado sin cesar el imaginario colectivo en torno al que llegó a ser el criminal más buscado de Estados Unidos. "Fue un increíble triunfo en la batalla del hombre contra la máquina. Un solo individuo contra la tecnología, las grandes empresas, el sistema. Por eso se le retrata como un curioso Robin Hood, que toma de los ricos, o al menos del poder. Da igual si se lo da a los pobres o no", reflexionaba durante el 25º aniversario del secuestro el sociólogo Otto Larsen, de la Universidad de Washington.

En Ariel, un vecino llamado Richard Purdy escribió tras el secuestro la primera de las muchas canciones sobre el caso, titulada He Story of D. B. Cooper, en la que ya se le mitificaba. En el Estado de Washington aparecieron en 1972 las primeras camisetas con la pregunta "D. B. Cooper, ¿dónde estás?". Hoy, su retrato robot es un icono pop que incluso decora ceniceros que se venden online. Hasta la zona se acercaron cientos de cazarrecompensas en busca de un cuerpo y miles de dólares que algunos persiguieron feroces en las turbias aguas de un lago local ayudados de un submarino. Pero lo único que apareció fueron 5.800 dólares en descomposición junto al río Columbia en 1980. Se escribieron libros, novelas y, por supuesto, Hollywood trató de explotar el potencial dramático de la historia con una película, Un millón de dólares en el aire, que, aunque tenía actores de calidad, como Robert Duvall, se perdió en la bruma de la mediocridad.

En cuanto a los sospechosos, los ha habido de toda índole. Desde John List, un asesino en serie, hasta Richard McCoy Jr., uno de los cuatro hombres que secuestraron aviones al estilo D. B. Cooper unos meses después. McCoy fue arrestado a los pocos días de escapar de un avión en Denver (Colorado) con medio millón en su paracaídas, pero el FBI nunca pudo probar que también fuera D. B. Cooper.
Después hubo gente como Max Ghunter, quien en su libro D. B. Cooper, what really happened? (¿Qué ocurrió en realidad?) afirmaba haber mantenido correspondencia con el secuestrador durante 10 años. Y una mujer, Jo Weber, que en 2000 denunció que su marido, Duane Weber, le dijo antes de morir que era el secuestrador desaparecido. Hubo quien incluso dio entrevistas bajo ese nombre. Pero ningún sospechoso cambió la tesis principal de la investigación del FBI, que aún sostiene que D. B. Cooper falleció al saltar del avión. "He visto y oído de todo, y nadie ha podido probar que sobreviviera", afirma Ralph Himmelsbach, el agente retirado que más años ha trabajado en el caso. No obstante, la agencia abrió hace un mes los archivos del caso con la esperanza de poder llegar a cerrarlo algún día.

El FBI también ha descartado a Kenny Christiansen porque no ve parecido físico con el secuestrador, que en teoría era más corpulento y con otro color de ojos. "Pero hay fotos en que sí son idénticos. Tampoco parecen cuadrar las pruebas de ADN, pero yo cuestiono el tipo de evidencias que recogió en su momento el FBI, así que ahora todo depende de pruebas circunstanciales. Además, el FBI jamás admitiría que yo tengo razón. Después de los millones que se han gastado, nunca dejarían que les robara el caso", clama Porteous. "Tengo que averiguar dónde estaba Kenny Christiansen aquel 24 de noviembre. Necesito encontrar a alguien a quien le hubiera confesado su identidad y tengo que conseguir los archivos de Max Ghunter para contrastarlos. El secuestrador le escribió una carta. Ahí podría haber una importante prueba de ADN".

Mientras todo eso ocurre, este fin de semana se habrán vuelto a reunir en Ariel, como cada año desde 1971, quienes no quieren creer en la muerte de su Robin Hood. Carl Steinwachs, un vecino local, explicaba hace 25 años en The New York Times las razones de aquella comunidad para resistirse a enterrar a D. B. Cooper. Sus argumentos sobre la hazaña del héroe son tan actuales como entonces: "Todo el mundo intenta ganarse el pan, pero todo está en contra del hombre corriente. Mira a los políticos: ganan las elecciones y enseguida roban dinero. Como las grandes empresas. D. B. Cooper fue un hombre corriente que hizo lo mismo pero abiertamente, no como las multinacionales y los políticos que lo hacen a escondidas. Tuvo que pensarlo, planearlo y ejecutarlo. Yo creo que lo consiguió. Es un héroe y odiaría descubrir que murió en el intento". -


FUENTE: BÁRBARA CELIS EL GRAN SALTO . La leyenda de D. B. Cooper . EL PAIS. DOMINGO - 25-11-2007